EL COMIENZO
Estoy feliz, muy feliz, extremadamente feliz. Mi
cuerpo flota plácidamente. Estoy muy calentito. Me acompaña constantemente una
música rítmica que me da seguridad y con
la que a ratos me quedo dormido. Cuando me despierto me suele gustar estirar un
poco las piernas, dar pataditas. ¡Qué feliz estoy!… Un momento, qué sucede, he
dejado de flotar, no hay liquido a mi alrededor y siento mucha presión sobre mi
cuerpo, unas paredes me aplastan, no me gusta, esto es nuevo, cada vez la
presión es mayor. Parece que cesa la
presión, sí, sí, desaparece, ¡uf!, menos mal. ¿Y el líquido?, ha desaparecido,
dónde ha ido a parar, no floto, estoy apoyado sobre las paredes que antes me
presionaban. No me gusta esto, antes estaba mejor. Bueno tendré que
acostumbrarme. ¡Oh, no!, las paredes empiezan a presionarme de nuevo, y esta
vez con más fuerza, es peor que antes, se puede saber qué está pasando hoy. Las
paredes me aplastan más y más, me empujan. Tengo mucha presión en la cabeza, es
muy intensa, no lo voy a resistir, es
demasiado fuerte, me va a estallar, es un dolor insoportable, ¡voy a morir!.
Ha
desaparecido la presión, sí ha desaparecido, pero hace mucho frío, estoy
tiritando, no escucho la música de siempre, sino muchos ruidos, y qué me pasa,
me asfixio, ¡ay! he recibido un golpe muy fuerte y oigo un grito estridente, lo
estoy haciendo yo, sí yo, sale de mi boca y ha desaparecido la asfixia. Tengo envuelta la piel en una tela y estoy
apoyado en un cuerpo blandito, vuelvo a sentir la música rítmica pero lejana.
Me duele la barriga. Del cuerpo se me ha metido en la boca un tubito,
instintivamente lo he apretado y ha salido un líquido dulce. El dolor ha
desaparecido. Este líquido debe servir para el dolor de barriga. Se me ha quitado
el frío, vuelvo a estar calentito, me gusta estar pegado a este cuerpo blandito
y con tubitos. Es como yo, pero en grande, muy grande, sus manos me acarician,
vuelvo a ser feliz, muy feliz.
La
experiencia de hoy ha sido muy desagradable, espero no tener que volver a
vivirla nunca jamás. Oigo que el cuerpo grande también emite ruidos por la boca
como yo. Está diciendo “es un niño y se llamará Daniel”.
CUENTO EN SEPIA
Leonor tenía el corazón encogido y la mirada fija en aquel portal, el
número 14 de la calle Poeta Juan Francisco González. Tras varios minutos, se
abrió la puerta, era Andrés. Iba como siempre, trajeado, sin una arruga, con los zapatos nuevos y en el
pelo la cantidad de exacta de gomina. La vio, y se dirigió hacia ella. Mientras
se acercaba, su radiante sonrisa, sus grandes
ojos verdes y la fragancia de su perfume envolvió a Leonor.
-
¡Qué Sorpresa! ¿Has venido a buscarme?
-
Sí - susurro
llena de placer.
-
¡Cuánto me alegro! – él la miraba, al tiempo que la
abrazaba con una mano y con otra acariciaba su rostro.
-
Pensé que te gustaría – entonces él la besó.
-
¡Vámonos a celebrarlo!
-
Celebrar ¿qué?
-
Que acabo de hacer una buena venta en este edificio.
Y, sobre todo, que estás aquí. Vayamos a cenar a un restaurante.
Se preguntaba Leonor por qué después de los años compartidos, la vida no
había continuado así de fácil, cuando vio salir a Andrés del portal y dirigirse
en dirección opuesta. Iba trajeado, con
alguna arruga, los zapatos usados y ciertas canas entre la gomina. Mantenía su radiante sonrisa con la que
encantaba a la mujer, que iba a su lado.
EL CIRUJANO
El Dr. Lara no tenía amigos en el
hospital, sus relaciones se limitaban a los cuatro adláteres lameculos que lo
rodeaban. Su mayor enemigo era el jefe del otro departamento de cirugía. Se
dice que se les vieron rodar por los pasillos del hospital enzarzados en una
pelea como chiquillos de colegio, por la
disputa de la jefatura del departamento. El director del hospital decidió
separar el departamento de cirugía en dos.
El jefe del otro departamento de cirugía lo llevaba muy bien
organizado, se cumplían estrictamente los horarios, las historias clínicas
estaban al día, los quirófanos se programaban con suficiente tiempo. El
departamento del Dr. Lara era un desastre. Tenían fama las partidas de mus que
organizaba con sus hombres en la sala de sesiones clínicas. Se rumoreaba que en
aquellas timbas el whisky y la cocaína corrían sin pudor.
En realidad el Dr. Lara se sentía sólo. Estaba casado con una
violonchelista de cierta fama que se pasaba la mayor parte del tiempo haciendo
giras. Tenía dos hijas, a ninguna le gustaba la medicina. Llevaba encima la
frustración del hijo que nunca tuvo para haber continuado la saga familiar de
cirujanos. La soledad la combatía
viviendo prácticamente en el hospital y con visitas al club nocturno donde
saciaba sus instintos masculinos y relajaba las tensiones del quirófano en
cuerpos femeninos voluptuosos y perfumados. Para esta tarea también tenía a su
fiel y enamorada secretaria. En ocasiones la llamaba a su despacho y le hacía
el amor como si de una intervención quirúrgica se tratara. Le pedía que se
desnudara de cintura para abajo y que se tumbara en la camilla. A continuación,
él introducía su erguido bisturí de carne en la incisión de su entrepierna. Después
de varios minutos de placer propio, se retiraba y le requería que se vistiera.
De vuelta al escritorio, le volvía a hablar de usted y le encargaba cualquier
cuestión de trabajo como que trajera algún informe de alta o algunas historias
clínicas.
Pasaron los años, el Dr. Lara se jubiló. Cuando llegó a casa, estaba
habitada por una vieja llena de artrosis que no podía tocar el violonchelo y
que apenas conocía. No quería ya conocerla, le daba miedo lo que podría
descubrir. Se fue a vivir con su secretaría. Sólo le dio tiempo a asistir a un
par de homenajes que le hicieron antiguos amigos de sitios lejanos.
Hace algunos años, tuve una grave dolencia. Los médicos me dieron por
perdido. El Dr. Lara se hizo cargo de mi caso, vio una posibilidad y me intervino.
Aquel cirujano con fama de borrachín, cocainómano y mujeriego me salvo la vida.
Descanse en paz.
EL POETA SIN INSPIRACIÓN
Los miembros del club de Poesía “Siglo XIX” se reunían todos los
viernes, a la hora del te, en una de las salas del hotel Londres. Compartían
pensamientos, ideas, sentimientos, a través de sus poemas. No faltaban las
críticas. Paradojicamente los poemas de más calidad eran los que recibían los
comentarios más despiadados. La envidia de no haber sido el autor de ese poema,
motivaba esta situación. Ellos lo sabían, y así, aunque el criticado aparentaba
indignación, en realidad sentía la satisfacción del éxito. Cuando un poema
recibía la aprobación general sin más, su autor tomaba conciencia de la
mediocridad del mismo. Interesante
era la palabra maldita, la más odiada en aquella sala que se podía oír para calificar
a un poema.
Era norma que cada poeta acudiera a la reunión semanal, con dos o tres
poemas propios. Después de varios años actuando de esta manera, un viernes, sucedió
algo inaudito. Para sorpresa de todos, llegado el turno a uno de los poetas,
este hizo saber que no tenía ningún poema. La inspiración le había abandonado y,
por más que lo intentó, no había conseguido hilvanar un par de versos seguidos.
La situación se prolongó a la semana siguiente, y a la otra, y a la otra. El resto de los poetas tomaron
una determinación: la expulsión. Le invitaron a salir de la sala haciéndole un
pasillo hasta la salida. Al tiempo que lo atravesaba hacia la puerta, recibió
insultos y escupitajos. Humillado y cabizbajo abandonó el lugar.
Días más tarde, el poeta sin inspiración apareció muerto en su casa, sobre
su mesa de trabajo. La prensa local se hizo eco de la noticia. Indicaba que se
trataba de un suicidio. Su mano rígida apretaba un papel. El contenido de la
misma también aparecía publicado. Los poetas del “Siglo XIX” observaron con
estupor que no se trataba de una simple nota de despedida, sino del poema más
bello jamás leído.
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